Colaboraciones medios

 

Miguel A. López-Morell

Cátedra Empresa Familiar. Departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Murcia

La Opinión - Encuentros 6 septiembre 2015


España es un país de grandes contradicciones, que el tiempo solo va reduciendo en parte. En lo que respecta a las reformas económicas que precisa para ponerse al día y converger con nuestros sempiternos referentes del norte habría que lograr como ellos una imposición moderna, equitativa y que desincentive lo menos posible la actividad económica.

El sistema fiscal español tiene buenas bases, pero se ha ido haciendo tremendamente complejo e ineficiente en las últimas décadas. El diseño del maestro Fuentes Quintana se ha llenado de excepciones, deducciones y cambios normativos continuos, que hacen cada vez más difícil la labor de los gerentes y los asesores fiscales de la empresas familiares y, lo que es peor, produce una mayor arbitrariedad por parte de la administración a la hora de recaudar. El problema es que la maraña fiscal termina beneficiando a los más poderosos, que o bien presionan a través de sus lobbies más o menos formales para conseguir mejoras específicas o bien se aprovechan de estructuras multinacionales o paraísos fiscales para tributar muy por debajo de lo que corresponde a su nivel de actividad.

El gobierno del país no ha querido aprovechar cuatro años de mayoría absoluta para atacar una reforma fiscal valiente. Por añadidura, en periodos electorales, y llevamos casi un año en continua campaña, parece imposible comenzar una reforma a ese respecto en todas las administraciones. La situación actual no sería a priori la mejor, con una inmensa carga de la deuda, que hace tiempo superó con creces el PIB del país y un déficit que baja siempre a rastras de las expectativas y en paralelo a unas tasas de paro escandalosas y una economía real renqueante, a pesar de los buenos datos macroeconómicos de los últimos trimestres. Quizás por eso es el momento.

Pero el mensaje, entiendo, no es que se pretende recaudar más, sino de hacerlo con más equidad y eficiencia. De tal manera que el objetivo debe ser el simplificar y clarificar. El camino por recorrer es aún muy largo. La vieja quimera de suprimir el dinero metálico, como hace poco volvía a plantear Rogoff, ayudaría a generar una recaudación casi automática y evitaría, por ejemplo, tener un sistema de módulos que será muy cómodo para la hacienda pero es muy cuestionable para el conjunto de la sociedad.

Los cambios deben pasar por simplificar los tramos del IRPF y reducir el impuesto de sociedades, que se compensaría con creces con una lucha más efectiva contra el fraude y la supresión de la mayor parte de las deducciones fiscales, salvo aquellas que están claramente vinculadas con la innovación. A nivel regional, el gobierno de Murcia acaba de reducir a la mitad un impuesto tan injusto como el de sucesiones, obligado por su pacto de gobernabilidad con Ciudadanos y parece tener en mente reducir el resto de sus escasas parcelas fiscales. Pero de poco servirá si el gobierno de Madrid no toma la iniciativa.

Pero de todas las grandes reformas fiscales, la que realmente nos pondría en la modernidad, nos permitiría evitar las continuas fugas de capital y daría reglas de juego uniformes a todos sería una verdadera unión fiscal en Europa. No son de recibo las enormes disparidades del impuesto de sociedades en unos territorios que, se supone, están unidos en lo económico. Es el gran fracaso de la última hornada de políticos, que nos hacen echar en falta a esos grandes estadistas de la posguerra como Shumman o Monnet o nuestros negociadores en la integración, como Marcelino Oreja o Manuel Marín. Ya no se trata de traer la paz y la concordia, sino de cerrar el círculo del proyecto europeo.

 


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