Pedro Ángel Colao Marín
Profesor del Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad Politécnica de Cartagena. Miembro de la Cátedra de Empresa Familiar.
La Opinión, Encuentros abril 2012
El Impuesto sobre el Patrimonio “vuelve” a estar “vigente”, es decir: que hay que pagarlo. Y vuelve a estar vigente con la misma redacción que tiene desde hace casi veinte años, (en realidad, casi, desde hace más de treinta años). Hoy en día se suscitan, sobre el Impuesto, las mismas preguntas y se plantean las mismas cuestiones que se han venido planteando de manera ya casi tradicional. Seguramente va siendo hora de que se tomen ciertas decisiones al respecto: ¿debe de haber una imposición general sobre el patrimonio?; ¿qué capacidades deben de tener las comunidades autónomas a la hora de determinar sus elementos?; ¿la imposición sobre el patrimonio debe de incidir en la configuración o incluso en la existencia de otras figuras tributarias con una base patrimonial cierta, (Impuesto sobre Vehículos de Tracción Mecánica, o Impuesto sobre Bienes Inmuebles)?. Más: si se decide que debe de existir una figura que someta a gravamen un concepto general de patrimonio, ¿debe de someter a gravamen a todas las clases de patrimonio por igual, o debe de distinguir de forma selectiva?, ¿y quién decide los criterios de selección, el Estado, las comunidades autónomas?. Si se plantea una reforma del Impuesto sobre el Patrimonio, ¿se va a hacer a costa de la tributación, y los ingresos, de los entes locales?Da un poco la impresión, (que me perdonen los entendidos), de que no hemos sabido cuanto deben las Administraciones hasta que no se han contado facturas “por la cuenta de la vieja”, (repito, a lo mejor me equivoco, pero las declaraciones de los últimos días causan una especie de escalofriante sensación de descontrol, no ya del gasto, sino incluso de las cuentas). El descontrol del gasto es de nota; se ha vuelto a caer en lo de siempre: descubrirnos pobres y al borde de la procesión mendicante después de habernos sabido, (o creído), ricos; es decir, la jugada del nuevo rico sin cabeza. Nada nuevo bajo el sol, pero la verdad es que por eso mismo, quizá, se tendría que haber aprendido de situaciones anteriores no tan lejanas. Se comprende la pobreza, pero, ¿la ruina después de la sobreabundancia?. Esta situación no es sólo propia de la Administración: muchos particulares tampoco han administrado con cabeza las ganancias de la época de vacas gordas. Ahora bien: la Administración española produce otra especie de sensación que es, por decirlo de forma suave, emocionante: la de que en este país hay un sinnúmero de Administraciones, y cada una juega un partido distinto de forma un tanto anárquica. También con respecto a esto hay que empezar a tomar y a aplicar decisiones.
En este país nos hemos dotado de un sistema complejo y caro al que hemos hecho todavía más complejo y más caro. La complejidad se proyecta sobre el sistema normativo, sobre el ordenamiento fruto de la adición de ordenamientos diversos que son justificables, pero que deberían de someterse a unos mínimos de coherencia y racionalidad, como pasa, por otra parte, en Estados de estructura federal que incluyen en su seno regiones con un pasado político, incluso imperial si se quiere, que multiplica por mucho a los de las españolas.
Para el desenvolvimiento de la vida mercantil y empresarial en general es fundamental la claridad. Sencillez, coherencia y cumplimiento de las normas son tres de las asignaturas pendientes para que nos podamos desenvolver, y esto incluye a nuestras empresas y, en consecuencia, a nuestros trabajadores. Si no somos capaces de hacer más claro el panorama nosotros nos lo van a hacer desde fuera, y lo primero que van a clarear son los platos de comida nuestros y de nuestros hijos, (porque esto no se levanta en dos días).